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Un mismo sitio

Jone Otero

Pasean su mirada por la habitación sin fijarla en ningún lugar en concreto. No articulan palabra. Están a la espera de que comiencen las preguntas. Se escapa una risa algo nerviosa frente a ellos antes de lanzar la primera, para qué mentir: “¿Cómo fue venir aquí?”. Hay un momento de silencio, tenso esta vez. Tiene algo de frío, de incómodo. Casi es posible ver cómo el pasado les acaba de alcanzar con la pregunta. Será que cuando tu edad son 17 años, el pasado es ayer mismo. No queda demasiado lejos.

Empieza su relato el primero de ellos. “Soy de Tánger, había problemas en mi familia y vine a buscar mi vida. Me escapé, no les dije nada a mis padres. Al llegar aquí, hablé con mi padre y él me dijo que ya lo sabía: ‘cuando me he dado cuenta, he bajado al puerto a buscarte, sabía que ibas a hacer eso’”. Mouad Saidi vino con 15 años movido por el impulso de buscar una vida, “una nueva vida”. A la pregunta de si volvería hacerlo, su respuesta es clara: “si lo necesito, sí”. Recuerda haber sentido miedo, no se olvida de lo que pensó mientras se introducía en otro país de manera ilegal, pero esa parte la guarda para él.

Hace poco más de un año llegó Elmahohi Aaid de Marruecos, después de permanecer tres días escondido en un camión con tan sólo 15 años. “Un día y medio en Marruecos y otro día y medio aquí. Tres días sin salir ni nada. Yo solo”. Su propósito era llegar a Barcelona, pero el camión paró en Madrid. Salió a la autopista, hasta que la policía lo vio y lo llevó a un centro. Bajo el impacto de su testimonio, hay una pregunta tomando forma poco a poco: ¿cómo un adolescente abandona su hogar, se esconde en un camión sin saber exactamente a dónde se dirige y acaba tomando tierra en la nada? En un país en el que incluso la lengua es desconocida. Sin necesidad de plantearla, él la responde: “En Marruecos no hay nada que hacer. Vine a buscar una vida y un futuro”. Del mismo modo que Mouad, Elmahohi se marchó sin decir nada a su familia. “Si se lo dices, no te dejan”.

Sadeq Mohamed, la tercera mirada de la sala, añade: “Es mejor no contarlo. Si fracasas y no vienes aquí, nadie sabe que lo has intentado y que no has llegado”. Sadeq estaba trabajando en Marruecos con su tío, cuando otro familiar que vivía en Bilbao le dijo que emprendiera el viaje. “Me fui a Tánger y desde allí me ayudaron unos amigos a esconderme debajo del camión para venir. Tenía entonces 10 años. Me escondieron y cuando llegué a Ceuta, me olió un perro de policía. Me llevaron a un centro, me quedé 4 días y me escapé. Uno de mi pueblo me ayudó y me fui con él una semana. Me dio dinero para venir a Bilbao y me llevaron al centro de Amorebieta”.

Tras la llegada

Mouad, Elmahohi y Sadeq son considerados por la administración MENAs, es decir, Menores Extranjeros No Acompañados y, como tales, deben ser protegidos. Hoy, los tres viven en pisos compartidos, denominados Unidades-Semiautónomas que se enmarcan en la Red de MENAs de la Diputación Foral de Bizkaia (DFB). Se trata de pisos pequeños en los que conviven un máximo de seis chicos con una mínima supervisión por parte de un equipo.

Los chicos se encargan de hacer la compra con el dinero que se les administra; ellos limpian, se lavan la ropa, cocinan y se organizan. “El objetivo de este programa es que una vez alcancen la mayoría de edad, puedan valerse por sí mismos”, explica Iker Plaza, educador responsable de estas Unidades mediante la Asociación Bizgarri. “Nuestra labor es la supervisión, la orientación y el acompañamiento”.

Sin embargo, no todos los MENAs tienen la oportunidad de acceder a estas unidades-semiautónomas. El educador-coordinador de Caso de la Unidad de Acogimiento Residencial del Servicio de Infancia de la DFB, Jose María Viloria, explica que además de un número de plazas limitadas, al tratarse de “un entrenamiento para la vida adulta, necesitan tener unas características concretas: que sean maduros, que tengan un planteamiento de vida y académico,… No es exportable este modelo a todos”.

En cualquier caso, el recorrido que hacen al principio siempre es el mismo. Desde 1999, existen 3 tipos de centros. El primero, el punto de partida -o de llegada para los jóvenes- es el centro de primera acogida, donde se inician los procesos de tipo documental, como determinar la edad mediante pruebas médicas. En paralelo, se da el proceso formativo: la prioridad siempre es el aprendizaje del idioma. A partir de ahí, se da un tiempo máximo de tres meses hasta asegurar la tutela del menor.

La siguiente parada es el centro residencial, donde los menores viven hasta cumplir los 18 años. “Son muy diferentes unos centros de otros”, comenta uno de los menores. “Hay sitios en los que hay chicos malos, algunos están locos”. Iker Plaza explica que se trata de jóvenes que “no tienen ningún tipo de esperanza. Llegan aquí con 16 años y medio, por ejemplo, sin posibilidades de lograr ningún tipo de documentación porque para conseguir un permiso de residencia aquí, necesitas haber estado tutelado 9 meses. Sin posibilidad de un curso ni formación alguna. Las situaciones emocionales y sociales que ellos viven son muy-muy duras. Y una de las maneras de evadirse de todo eso es el consumo. Y con el consumo llega la delincuencia. Muchos tienden a consumir precisamente para olvidar”. Aunque esta realidad no es la norma.

Por último, quienes  tienen “una implicación personal mayor”, como dice Viloria, acceden a las unidades-semiautónomas. Este recorrido finaliza cuando alcanzan la mayoría de edad.

¿Y después?

Los tres resoplan, se ríen intentando liberar tensión. “Ahí…”, dice uno de ellos. “Es difícil, da un poco de miedo”. Cambian las expresiones después. “Iremos a los pisos de mayores”. Se refieren a los pisos para mayores de edad del proyecto Mundutik Mundura, donde pueden estar hasta los 19 años y medio como máximo, con un funcionamiento similar al de las unidades-semiautónomas.

Aparece entonces sobre la mesa un carnet peculiar. Se ve en él la foto de Mouad, sus datos y la siguiente frase: “no autorizado para trabajar”. Un contrato de al menos un año. Eso es lo que necesitan estos menores para borrar esa frase y poder formalizar su situación cuando lleguen a los 19 años y medio. Los 3 estudian y cuando se les pregunta qué esperan del futuro, no titubean: “un trabajo”. Mouad ya ha hecho las prácticas, pero aún no ha habido suerte.

“Estos chavales son muy buenos cuando van a hacer las prácticas y les ofrecen sustituciones, pero no pueden hacerlas porque necesitan un contrato de al menos un año. La ley de extranjería pone muchas trabas a la hora de su incorporación laboral”. La persona que quiera contratar a uno de estos jóvenes debe ofrecer un contrato a jornada completa, para lo que además debe pasar por una serie de gestiones documentales que se alargan en el tiempo; declaraciones del IBi o la renta de los últimos 4 años son algunos ejemplos. Hay procesos documentales que tardan hasta 3 meses. “Te dicen: ‘ya, es que lo necesito para mañana, no puedo’”.

El periodo de crisis no hace más que agudizar esta situación porque “la gente no se atreve a dar una oferta de trabajo tan larga”. Viloria añade otro factor: la imagen y la desconfianza.  “La mala prensa no ayuda en eso, se extiende la idea de que vienen a delinquir, pero eso no es cierto. Ellos quieren trabajar”. Para Plaza, esta es “la pescadilla que se muerde la cola” porque muchas veces “están abocados al fracaso” por la dificultad que supone lograr un trabajo; “les abocas a un gueto, a delinquir, a prostituirse. Llegados los 18 años, acudirán a la Red Mundutik-Mundura. Y, si no pueden, la perspectiva es la calle”.

La desconfianza

Los menores admiten que tienen dificultades para encontrar trabajo; “con la fama que tenemos los marroquíes…”. Dicen que reciben malas miradas, “te dicen vete a tu país, moro de mierda”, explica Elmahohi. “Escuchan que estás hablando en árabe cuando pasas y se apartan o ves cómo una mujer esconde su bolso”. Se enfrentan a la desconfianza.

Sólo unas semanas antes del atentado terrorista en Barcelona el 17 de agosto, Iker Plaza explicaba: “Lo que pasa en Europa influye. Los atentados en París, en Bélgica, en Francia… Ha provocado un cierre no sólo físico, sino también mental. Ellos se piensan dos veces el venir porque les van a mirar mal o van a pensar que son terroristas’”. 

Cada vez que ocurre un suceso así, los y las educadoras hablan con los chicos. Pero ellos, como musulmanes practicantes, no reconocen eso como el Islam. Sin embargo, en situaciones de exclusión, vistos en la calle y con la vida hecha pedazos, “la realidad es que si te vienen, no tienes nada y tus perspectivas de futuro son la nada, que te digan ‘si vienes conmigo, a tu familia nunca le sucederá ni le faltará de nada’, la respuesta puede ser: ‘¿dónde firmo?’”.

La legislación actual hace que muchos recursos se destinen a estos chicos para que después sorteen todo un campo de obstáculos. Facilitar su acceso al mercado laboral, dice Plaza, “podría devolver parte de lo que se ha invertido en ellos”. El miedo a lo desconocido, los prejuicios, o el “‘que no vengan de fuera y nos echen del trabajo’ están más incorporados de lo que pensamos en la sociedad. No hay miedo al color de la piel. Hay miedo a la pobreza”.

“Nunca hablamos de cómo llegamos”, dice Mohamed, “por lo que pasé yo, creo que él también pasó, así que no tiene sentido contarlo otra vez. Ahora estamos en un mismo sitio”. Y sus metas son claras. Dibujar un futuro. Vivir una vida. Trabajar y crear su hogar. Nunca unas miradas tan jóvenes, tuvieron tanto peso y fuerza. Que su relato sirva hoy para romper barreras. Para dar un paso y comprender, compartir, conocer y construir.

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