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La infancia y la micologia

Ramon Ibeas

Estamos demasiado acostumbrados a que el análisis sobre la pobreza se realice a partir de estudios sociológicos que analizan los datos recogidos desde el trabajo de campo elaborado a base de encuestas para, desde ahí, ofrecer interpretaciones pretendidamente científicas que nos expliquen lo que ocurre en el mundo, incluido el de la pobreza y uno de sus subespacios, el de la pobreza infantil.

Si  la pretensión del lector es la de buscar eso en estas líneas le recomendaría que no perdiese el tiempo porque lo que aquí se ofrece una reflexión, de tintes ético-filosóficos cuya única intención es ofrecer un contexto a la cuestión.

La pobreza infantil. Últimamente la expresión se ha puesto de moda y ha dado lugar a estudios de distinta índole sobre cómo les va a los niños y a las niñas con esto de la crisis y de la pobreza. A veces me da la impresión de que pensamos que son como las setas, que salen en el bosque de manera autónoma y dependiendo si llueve o les dé el sol se desarrollan más o menos olvidando que su suerte está absolutamente ligada a la de sus familias.

En sociedades tan individualistas como las occidentales siempre tratamos de reducir la realidad a parámetros que podamos manejar desde las ciencias que la estudian y con la crisis también vamos variando lo enfoques. Ya casi nadie se acuerda de que en el año 2007, cuando se torció el supuesto paraíso en el que vivíamos se hablaba de crisis antropológica, de crisis sistémica, de la necesidad de reinventar en capitalismo (Sarkozy) o al menos de intentarlo.

Hoy, diez años más tarde, cuando los datos macroeconómicos indican que el sistema capitalista y su economía dan muestras de recuperación el interés por arreglar el mundo pierde interés y quienes siguen preocupados por los efectos de la crisis comenzamos a centrarnos en los daños colaterales… batalla perdida.

La sociedad, sin demasiado interés en invertir ni en cambiar el modelo avanza hacia la búsqueda de centros de interés que le permitan calmar su conciencia. Así se organizan grandes recogidas de alimentos, actos puntuales con intenciones paliativas pero poco transformadores y respecto a los niños, los convertimos en centros de preocupación. Clamamos para que se abran los comedores escolares para los niños pobres sin pensar que, con comida suficiente no es suficiente ni que el lugar natural es la familia y que el problema real es que esa familia no tiene para un mantenimiento suficiente de sus miembros, ni para pagar la luz, ni el piso ni…. Pero mejorar esa situación supone cambios estructurales, repensar el modelo. Supone incomodidad para quienes vivimos bien y reducimos nuestra solidaridad a donar un kilo de arroz de vez en cuando, a exigir que el gobierno les pague los libros y a colgar en nuestras ventanas una bandera en al que se dice “Ongi Etorriak”.

La infancia además es un espacio plural y difícil de definir, así no es lo mismo vivir una realidad de llena de necesidades desde la inconsciencia de los tres años o en la desesperación de los dieciséis; no es lo mismo un entorno familia solidario que una familia desestructurada y destrozada por la crisis, las drogas o el alcohol…  Las clasificaciones y los estudios sirven para la ciencia, nos ayudan a entender la realidad pero no la transforman. Somos nosotros los que tenemos que actuar en aquellos lugares en los que la vida lucha por no engrosar esa categoría de la que habla el Papa Francisco: “Los descartados”.

Por ello, la mejor política a favor de los niños será una política familiar adecuada a las necesidades de estas que, a lo largo de los últimos años han cambiado de forma de manera radical. Si queremos trabajar contra la pobreza infantil será luchando por sus padres y sobre todo por sus madres que son la que, en ese lenguaje asquerosamente mercantil que se ha universalizado “cargan” con los hijos y es que los niños parece que son eso, una carga cada vez más insoportable, tanto que ya hay cruceros y hoteles en los que no se les permite la entrada, y aquí no pasa nada.

 

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