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Los derechos de las personas mayores y la discriminación por edad

Fernando Flores

En España, como en cualquier otro país en el que se respete la democracia y se garanticen los derechos humanos, no está permitida la discriminación de las personas. No se puede tratar de forma diferente a alguien por razón de raza, sexo, religión… Tampoco por razón de edad. Es decir, no puede discriminarse a las personas mayores por el hecho de serlo. Es ilegal. Y, sin embargo, en los dos primeros meses de la crisis sanitaria asistimos a la muerte en residencias de 20.000 personas mayores. En muchos casos porque se decidió no derivarlas a hospitales, es decir, porque se las excluyó de la atención sanitaria a la que tenían derecho. Por ser personas mayores. Por su lugar de residencia.

Esta ha sido, por sus consecuencias, la discriminación más grave. Pero no la única. Las personas de edad avanzada han sufrido limitaciones de derechos que no ha experimentado el resto de la ciudadanía. Horarios para pasear más cortos y estrictos, aislamientos prolongados en sus habitaciones, irrespeto a su autonomía (hasta que intervino la fiscalía, en algunos centros eran obligados a vacunarse), exclusión ilimitada de visitas de familiares…

El problema no ha sido la limitación de derechos —la libertad puede tener límites si se protege con ello un bien mayor y se justifica adecuadamente—, sino que en el caso de los mayores muchas de las discriminaciones han sido arbitrarias e irrazonables, es decir ilegales.

¿Por qué ha podido suceder esto? Porque ya sucedía antes. Existe un prejuicio social, en buena medida inadvertido, cultural podría decirse, que viene justificando la discriminación a las personas mayores: por ser una carga, por ser débiles, por no ser útiles, por improductivos, porque ya han vivido su vida. Esta imagen alimenta una predisposición, y explica la facilidad con la que se toman decisiones que los excluyen del trato igual. Explica la desproporcionadamente baja reacción al escándalo de la mortandad en las residencias durante la pandemia, o la aceptación misma de las residencias como modelo general de cuidados.

Este contexto cultural —este edadismo— explica también la existencia de una legislación que no ha servido para proteger a las personas mayores, y está detrás de la falta de reacción adecuada de los operadores jurídicos (la Administración, los jueces, la fiscalía…) encargados de exigir las responsabilidades por la grave vulneración de derechos que individualmente y como grupo han sufrido.

La enseñanza de la crisis sanitaria y su efecto en los derechos de las personas mayores resulta clara. La ‘nueva normalidad’, sea lo que esta llegue a ser, no debe ser aceptada si con ella no se visibiliza a las personas mayores como ciudadanos y ciudadanas completos, sujetos de derechos, deberes y necesidades como el resto de individuos. Este cambio de perspectiva —que como todo cambio de percepción social llevará su esfuerzo y su tiempo— habrá de repercutir en muchos ámbitos, desde la normativa que regula su autonomía y capacidad hasta un modelo de cuidados desinstitucionalizado que sitúe a la persona como centro de su interés. Un cambio de perspectiva que, sencillamente, proteja la dignidad de las personas mayores.

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